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De vacaciones por la España negra

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Picturesque Andalusia, una imagen de Ronda en 1902. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).

Pero esta suciedad hay que perdonarla; vale más taparse la nariz y seguir adelante, porque gracias a la falta de cuidado se piensa poco en demoler, menos en modernizar y jamás en restaurar; todo tiene cierta poesía para el artista: torrecillas truncadas, losas gastadas, goznes torcidos, la vejez en todo reinando siempre. (Darío de Regoyos, 1899)

La imagen estereotipada que se tiene de nuestro país ha cambiado notablemente con los años. A grandes rasgos, podríamos decir que por un lado tenemos la percepción a la alemana, la que considera que somos unos vagos, que no damos un palo al agua, que no trabajamos. Y por otro a la británica, que entiende que estamos todo el día de fiesta. Guitarra, palmas. Cachondeo, cubata, chiringuito y chupaíta al cristal.

La réplica a la escuela alemana es bastante fácil. Solo hay que llevar al que piense así a uno de los lugares donde más se trabaja en España, por ejemplo a Andalucía, y poner al caballero a recoger aceitunas. Sencillo.

Y al pensamiento británico, qué sé yo. Es cierto que sirve para que los chavales de ese país que nos visitan se tiren por la ventana del hotel a la piscina, en plan de fiesta, y se queden tetrapléjicos. O para que una joven entre en una disco y, en plan de fiesta, a cambio de una copa se ponga en mitad de la pista a chupar la polla a los presentes que tengan los problemas sexuales más profundos y oscuros como para ofrecerse voluntarios.

Pues hombre, no es nuestra cultura. Es verdad. Había una tira de Ata en el TMEO hace años que contaba que un amigo del dibujante, cuando estaba en la disco a determinadas horas, solía romper a gritar «Gratis, gratis, quién le quiere chupar la polla a un borracho gratis». En España nunca se ofrecía nada a cambio, solo amor del bueno, al contrario que esa copa de los británicos. Pero no debemos ponernos tiquismiquis con el choque de civilizaciones. Para una vez que los ingleses salen de sus islas para denigrarse a sí mismos en lugar de a los aborígenes pertinentes ¿vamos a poner el grito en el cielo? Estamos hablando del milagro fiestero español. Un hito en la historia.

Pero vamos, todo esto sería sin hilar fino, repasando lo que hay con brocha gorda, porque lo que comentaremos en esta entrega de «Busco en la basura algo mejor» es que antes estos estereotipos no eran así; antes no éramos vagos y festivos. Ciento y pico años atrás nos veían como todo lo contrario, como amigos de la muerte, enamorados de la oscuridad. Para los europeos con estudios éramos un país tétrico y de gentes macabras. Algo similar al estereotipo del México profundo que ya huele en el cine, pero a lo decimonónico. Es decir, a lo bestia.

De ello da fe el libro que nos ocupa, España Negra, donde el pintor asturiano Darío de Regoyos describe sus viajes por España a finales del siglo XIX con un turista belga, el poeta Émile Verhaeren. Visto con la mentalidad actual, se trata de un excepcional folleto para ahuyentar el turismo de por vida.

No obstante, Verhaeren era un turista. Uno de muchos europeos de aquel tiempo, europeos extravagantes y modernos, que se consideraban «españolistas» en plan hipster. Como cita Pío Baroja en el prólogo de la obra:

Contaba Darío su vida en Bruselas con mucha gracia, y las aventuras de un amigo belga, españolista, que por su entusiasmo por España iba con la capa y guitarra por la calle y decidió dejar su nombre flamenco y llamarse desde entonces don Alonso Fernández de las Castradas…

Los tipos estaban enamorados de la peor versión de España. De la superstición, del fanatismo religioso, del subdesarrollo. Y sintiendo la llamada de la oscuridad, como Verhaeren, venían a recorrer nuestro país. Regoyos, en este caso, ejerció de cicerone.

Una familia gitana en Granada, 1901. Fotografía: Library of Congress (DP).

Baroja explica al principio que Regoyos no era un hombre convencional. Cuando se compraba un traje, cuenta, se tiraba al suelo y se movía frenéticamente, como con espasmos. Al cabo de un rato retorciéndose se levantaba y, con el traje arrugado, decía: ¡ahora sí está bien! Era porque consideraba que la ropa debía adaptarse a él y no al revés. Un shock para todos los que asistían al baile. Aunque ahora podríamos considerarlo como un precursor del chándal.

Además, también señala don Pío que el pintor tenía cierta inclinación a retratar al óleo cadáveres de personas y animales, pero reconocía, riendo como un loco, que se debía a sus épocas neurasténicas.

Era un elemento este pintor asturiano, sí, pero tenía la cabeza bien amueblada. En la primera página del diario de viajes ya empieza citando involuntariamente al Facebook y lo patéticos que somos todos hoy en día con la obsesión por el turismo.

¡Oh, notarios, dentistas, fabricantes de biberones o jeringas que forzosamente necesitáis descansar vuestras posaderas en asientos bien mullidos y tener los platos emperejilados! Ellos y los ferrocarriles han vulgarizado la pasión de los viajes. Ahora son estos lujos que se paga uno en cumplimiento de la promesa que se hizo a la mujer o a los niños si son buenos. Del delicioso sueño que antes era ir a la ventura en busca de lo desconocido se ha hecho hoy una distracción metódica, uniformada para libro de memorias.

Ellos prepararon su viaje por España en los peores carromatos y diligencias. Pensaban dormir al raso si fuese preciso. Todo por la autenticidad.

El trayecto por lo que obsesionaba al poeta belga, la España negra, empezaba en el País Vasco. Recorrieron sus aldeas «construidas como a bofetadas contra las laderas de la costa». Alucinaron con las viejas «que parecía que habían asistido a la agonía de Cristo». Se colaban en los funerales y escuchaban los cantos de los fieles, que duraban horas, como un mantra con un órgano desacompasado. En los campanarios de Guipuzcoa se tocaba a muerto, pero se daban también cinco campanadas en la agonía. ¿Es necesario? Se preguntaba el pintor. Eso solo podía ocurrir en un país amigo de la muerte, se lamentaba.

Vieron también alguna procesión y Regoyos admiraba la talla grosera y desproporcionada de las imágenes «expresión torpe, pero qué penetrante», puesto que en España entonces empezaban a entrar esculturas modernas francesas, «insípidas imágenes de confitería», se quejaba.

Después se fueron a ver una corrida de toros a cuyo término todos los asistentes se dirigían al bosque a continuar la fiesta presenciando bailes antiguos eúskaros.

Que las fiestas vascongadas tienen un carácter tétrico por mucha alegría que les quiera dar. La dominante negra en los trajes, la seriedad en los bailes y cantos, el paisaje y aquel cortejo de alcaldes y curas presenciando los bailes como un duelo.

El baile de los domingos, que se suponía más alegre, asombró aún más al belga. Las mujeres donostiarras bailaban sin hombres. Decía que eso causaría risa en Flandes. Regoyos le explicó que era peor la Semana Santa vasca. Ahí sí que se respiraba tristeza. El no creyente no tenía dónde meterse en esas fechas. En los bares cerraban el piano y encima de las mesas de billar se ponían los tacos formando una cruz con las bolas en los sitios donde le pusieron los clavos a Cristo. Aviso a navegantes para que a nadie le diera por jugar, por disfrutar de algo, en Semana Santa.

Tras asistir a una procesión en San Juan de Gaztelugatxe en la que las personas les parecieron hormigas, decidieron coger una diligencia en San Sebastián para ir hasta Pamplona. El viaje lo hicieron con un gitano que fascinó a Verhaeren. Era un sacamantecas, un muy bello oficio.

Antiguamente, en las corridas de toros los caballos no llevaban peto. En la suerte de varas, lo corriente era que el toro los destripase. El ruedo todo lleno de intestinos empanados en albero, eso era arte y no lo de ahora.

Una corrida de todos en Sevilla, 1902. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).

Después de la masacre, este gitano iba a sacarle la grasa a los caballos, un producto muy valioso. Y por eso viajaba de fiesta en fiesta. De hecho, al poeta y el pintor no les extrañó cuando se lo encontraron en primera línea de la plaza de toros de Pamplona gritándole a la presidencia: ¡más caballos! ¡más caballos!

Y mientras tanto, el turista encantado:

Creí que el belga se asustaría como la mayor parte de los extranjeros; pero, muy al contrario, se ponía loco de entusiasmo, diciendo que eso era lo hermoso de las corridas; aplaudía más a los picadores vencidos por el toro y al jamelgo ensartado, que a una buena pica quedando el caballo sano y salvo. Su placer era la parte cruel de la fiesta: la sangre y los caballos patas arriba.

Muy bonito de ver. Por eso, después de la corrida, se fueron a echarle un ojo a los caballos muertos en un descampado:

Los chicos daban patadas o tiraban de la cola a los muertos del montón por ver si se levantaba algún penco, cerciorarse bien si no había alguno vivo; otros apretaban las heridas para hacer salir la sangre.

—Cosas de chicos le dije.

Y Verhaeren añadía: Cosas de España.

Pasaron la noche con los gitanos. A su campamento acudían los soldados andaluces que estaban haciendo la mili en Navarra para bailar y cantar, «para hacerse más la ilusión de que estaban en su país». Sin embargo, el gitano sacamantecas cuando se puso a cantar coplas en el corro todas hablaban de la muerte.

También asistieron a los Sanfermines, y Regoyos explicó que los naturales iban cada año con el mismo entusiasmo. «Para esto se necesita únicamente ser pamplonés», le explicó a su amigo.

La siguiente visita fue al cementerio de Zaragoza y sus lápidas con azulejos «tóscamente coloreados». Desde allí, cogieron un tren para Sigüenza. El compañero de vagón era un ciego, Verhaeven apuntó que en ningún país los había visto «de tan hermosa tristeza».

Castilla le pareció al turista como otro planeta. Regoyos siguió ejerciendo de guía, le contó:

La diferencia de líneas entre la distinguida raza vasca y la castellana es tan grande hasta en los mendigos que sabría uno diferenciarlos desnudos. Una vieja vimos en la que se reflejaban las miserias del país seco, de cerros pelados; en su cara pajiza y descompuesta se veían los colores de aquellos desiertos y las huellas de la vida de sufrimientos en tan duro clima. Sus arrugas conservaban la misma contracción sin duda de muchos años como sujeta por un resorte de tanto guiñar los ojos, luchando contra la luz fuerte; ese visaje que queda fijo en la gente que vive al sol, envejeciéndola antes de tiempo.

(…)

Vivir en las ciudades castellanas de ruinas es vivir en lo muerto, aunque sea una ruina con cielo azul.

Un pueblo desvencijado cayéndose a pedazos, sentenciaron sin más sobre Sigüenza. Cuando veía a alguien a caballo se lo imaginaban fácilmente con casco y espada. Y al llegar a Madrid, pensaron que todo era lo mismo, pero en pueblo grande. Decidieronn volver a ir a los toros, pero encontraron que por las calles los chulapos publicitaban un evento mucho más interesante, un criminal iba a ser ajusticiado con el garrote. «¡A dos reales al patíbulo!», gritaban para vender butacas.

En la capital el belga alcanzó el éxtasis. Las funerarias, lejos de estar escondidas discretamente de la atención del público, exponían sus productos a la vista de todos. Fue el punto culminante de su viaje, una funeraria con escaparte. Desgraciadamente, no pudo entrar al «pudridero de reyes», en el monasterio del Escorial.

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Lavanderas en el Puente de Toledo de Madrid, 1908. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).

De vuelta a su país, Verhaeren escribió emocionado que era necesario llevar gafas de vidrio color rosa para ver España en tonos alegres. Apoyó el texto en una serie de coplas que robó a los soldados andaluces en Pamplona. Ahí van las tres más refrescantes de la recopilación:

Yo quisiera ser el nicho
donde te van a enterrar
para tenerte en mis brazos
toíta una eternidad.

En el carro de los muertos
la vi de lejos venir
llevaba una mano fuera
por eso la conocí.

En un cementerio entré
pisé un hueso y dio un quejío
no me aprietes con el pie
que soy tu madre, hijo mío.

Regoyos se quedó bastante contrariado con esta aventura. Vio al poeta partir más triste de lo que había llegado, pero feliz por estar triste, explicaba entusiasmado que a eso venía a España. El pintor asturiano esperaba que el sol del país le hubiese alegrado el espíritu, pero el belga dijo al partir: «Por lo mismo que es triste, España es hermosa».

No obstante, pasaron los días y Regoyos siguió pensando en su extraño amigo. En el porqué de su pasión por lo siniestro de España. Una procesión, esta vez en La Rioja, acabó con sus dudas. Un pintor riojano, Paternina, se lo reveló como un secreto. «Hay una cofradía de disciplinares que se azota cruelmente, hasta correr la sangre, hiriéndose la piel con vidrios rotos. En pleno siglo XIX , casi en el XX, sucede esto». Fue para allá porque le costaba creerlo.

Era la Semana Santa en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro. Hay que añadir, echen un vistazo al Google, que esa aberrante costumbre aún se mantiene. Esta vez, en pleno siglo XXI. A Regoyos le costaba creer que la gente se azotase a sí misma, en un cuadro de Goya había visto que antaño cada disciplinante golpeaba a un compañero, pero aquí no era solo eso.

El llamado padrino, un viejo con cara de Nerón, termina aquel terrible castigo haciendo brotar la sangre agolpada en las doloridas espaldas amoratadas a fuerza de zurriagazos, con un instrumento que pone los pelos de punta, una bola del tamaño de las de billar, hecha de cera y que contiene unos pedazos grandes de vidrios rotos, salientes y cortantes. De esta bola llamada «esponja» me dieron un ejemplar, y la operación o sangría la llaman picar; así tan en crudo; lo mismo que en las plazas se pican toros, en aquel pueblo se pican los hombres.

Lo irónico del tema es que los hombres que pasaban por este tormento voluntario luego eran un buen partido para las mujeres y considerado un valiente entre los hombres. Le contaron que un gobernador mandó en una ocasión a la guardia civil para impedir que la gente se castigara de esa forma, pero no lograron nada, porque se fueron todos a su casa y allí encerrados se zurraron lo mismo, todavía con más ganas. «Desde entonces no insistió el señor gobernador en ser caritativo».

Regoyos descubrió que cada año repetían el juego cada vez más motivados. El castigo era adictivo. Y si alguien se ponía enfermo en invierno, la curiosa sabiduría popular del lugar lo achacaba a que no se había golpeado lo suficientemente fuerte.

Se disiparon todas sus dudas. Concluyó la obra en mayúsculas con un «ESPAÑA ES NEGRA». Y como publicó el libro tras el desastre del 98, añadió: «Y si el poeta nos visitara ahora, nos encontraría a todos más muertos».

Niños de la calle en Madrid en 1896. Fotografía: Alfred S. Campbell / Library of Congress (DP).


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